Crónica de una muerte consentida

Voy con paso tranquilo hacia mi cita, una cita en la que estoy casi seguro de que me van a asesinar.

Me imagino al lector incrédulo preguntarse: ¿Cómo sabe que lo van a matar? Y todavía preguntarse más sorprendido: ¿por qué acude a esa cita?

La verdad es que si hubiera empezado por el principio, el lector no habría pasado del primer párrafo, pero con esta entrada seguro que aguantará hasta el final del relato, e incluso me perdonará la falta de suspense del mismo, porque ya sabe cómo va a acabar.

Decir que mi anfitrión y yo pertenecemos a dos familias, cuyos apellidos no importan, pero que eran conocidas como los Montesco y Capuleto de Vetusta.

Sí, sí. La misma Vetusta, la provinciana ciudad donde Ana Ozores tuvo encuentros y desencuentros con Álvaro Mesía hace ya muchos años, tantos, que yo no había nacido.

Bueno, a lo que íbamos: nuestra rivalidad podía dejar a veces empequeñecida la de esas familias de Verona, pero a diferencia de ellos, no tuvimos una Julieta y un Romeo que dieran aires de gran tragedia a nuestro antagonismo, quedando simplemente en odio puro.

Era tal nuestra confrontación, que en la cainita contienda que sufrió este país, bastó que una de nuestras familias se alineara con un bando para que la otra se apuntara al otro, sin plantearse si políticamente era afín.

Por si todavía alguien lo piensa, aunque creo que está meridianamente claro, nuestro odio no viene de esa guerra, viene de mucho antes.

Realmente no sé desde cuándo; quizá don Leopoldo, en su novela, puede que lo mencione, pero como no he leído La Regenta, no puedo afirmarlo ni negarlo.

Y aquí quedamos los dos, los últimos vástagos de cada familia. Bueno, esto lo he dicho por dar dramatismo; realmente quedamos muchos, pero en Vetusta solo quedamos dos.

Los demás marcharon buscando nuevas oportunidades, y cada kilómetro que les separaba de nuestra ciudad disolvía el odio ancestral, hasta el punto que, llegados a sus nuevos hogares, de ese rencor solo quedaba un tenue recuerdo.

Y aquí quedamos los dos últimos viejos, cansados y enfermos. Porque, como una burla del destino, ambos enfermamos de una rusca —como diría Bruno, bueno, Salvatore Roncone.

Cuando mi hijo me propuso ir a la capital a tratarme la rusca, me negué: no quería acabar como Salvatore Roncone, mirando una estatua etrusca y sonriendo.

Maldita rusca. A mí se me agarró al hígado, y a mi anfitrión —y, en breve, mi asesino—, se le agarró a los pulmones.

Cuántas veces, cada vez que le veía encender un cigarro con los restos del otro, yo ya me lo imaginaba con los pulmones devorados.

Claro que seguro que él debería pensar lo mismo de mi hígado, cuando veía cómo la botella se vaciaba en mis manos a lo largo de la tarde.

Y solo quedamos los dos: viejos, renqueantes, enfermos y con los días contados. Solo con la esperanza de ver pasar el féretro del otro.

Pero parece que hemos decidido que es mejor tomar alguna iniciativa, cansados de ver cómo la enfermedad nos devora.

Y la ha tomado él. Pero no voy a presentar batalla, no al menos como él espera.

Haré como esos luchadores que, viendo que pueden perder, abandonan la palestra y privan a su rival de una victoria con gloria.

Él será el superviviente, simplemente porque yo quiero, no porque me haya ganado.

Y se quedará sufriendo los dolores que le haga padecer su rusca, y dándole vueltas a la cabeza hasta darse cuenta de que no ganó: simplemente, yo abandoné.

Llego a su casa. La puerta está abierta. La abro y lo último que veo en esta vida es el negro cañón de una escopeta apuntando a mi pecho.

#relatos