Juanma escribe

relatos

El binomio fantástico es una de las técnicas creativas más conocidas de Gianni Rodari en Gramática de la fantasía (1973). Consiste en combinar dos palabras que no guardan relación entre sí para forzar una conexión inesperada que dispare la imaginación y genere historias, personajes o situaciones.

Las palabras que han salido para este desafío son

  • Canela
  • Bonita

Con ellas he montado este microrrelato


Era guapa, incluso se podría decir que era bonita, pero no me sentía atraído por ella. Y eso no cambiaría, por muchas gotas de canela que vertiera cada tarde en mi café, convencida de que el mito surtiría efecto. No se daba cuenta de que el deseo no se cocina en tazas humeantes, sino en rincones donde la química es espontánea.

#relatos

“La carta (enferma)” de Gabrielle Munter

Escribí el desafío en forma de “Caja negra”, si conocer a la autora, ni la época, ni su intención, aunque he de sentirme contento de que no me desvié demasiado ni de la temática ni del sentido, solo me confundí de conflicto.

Este cuadro me lleva a las primeras decádas del siglo XX. El decorado, los pocos dibujados peinados, la lámpara.

Dos mujeres. Una vestida de negro nos dice que está de luto que ha perdido a alguien querido.

La otra en la cama, aquejada de una debilidad o enfermedad que viene a ser casi lo mismo.

Una de ellas de luto nos lleva a una guerra, una de las grandes guerras que asolaron el mundo en la primera mitad de ese siglo.

Y la carta…, la última carta desde el frente del soldado que suponemos muerto, o la carta de un soldado todavía vivo.

Leamos pues la carta.


Bélgica, 12 de diciembre de 1944

Mi querida Lisette,

Hoy he encontrado un momento tranquilo, y lo primero que he querido hacer es escribirte. Aquí el clima no acompaña mucho, llueve sin parar y hace un frío que nos obliga a mantenernos siempre en movimiento. Pero no te preocupes, estamos bien y hacemos lo mejor que podemos para mantenernos cálidos y animados.”

Lisette, recostada en la cama, quería imaginar cómo sería el frente donde estaba Frank. A veces pensaba en una llanura inmensa, venteada y nevada; otras, en un río ancho, bravo y caudaloso que separaba a los combatientes. En ocasiones, incluso se lo figuraba como un bosque oscuro, tupido y traicionero, donde cada árbol podía ocultar un peligro. Pero, más allá de sus conjeturas, siempre volvía a una imagen constante: la de Frank, con su sonrisa calmada, encontrando una manera de sobrellevarlo todo.

Margot, sentada en una silla al lado de la cama, siguió leyendo la carta en voz alta.

“Esta mañana hemos tenido un rato que nos ha sacado una sonrisa. James, que siempre parece tan serio, nos sorprendió con un concierto improvisado. Con una vieja caja de madera se puso a ‘tocar’ algo parecido a música, y no pudimos evitar unirnos a su ritmo. Fue uno de esos pequeños momentos que nos recuerdan que incluso en los días más grises se puede encontrar un poco de alegría.”

Margot dejó escapar una sonrisa mientras leía. Aunque lo había leído muchas veces, siempre le sorprendía la habilidad de Frank para transmitir optimismo. Qué diferente era de Tommy, que en sus cartas describía, con un exceso de sinceridad, el horror del frente.

Se inclinó hacia la mesa, tomó la cafetera y sirvió una taza caliente tanto para Lisette como para sí misma. Había algo reconfortante en mantener sus pequeños rituales, incluso en medio de la incertidumbre.

“Sé que esperábamos estar juntos esta Navidad, pero parece que tendremos que esperar un poco más. Todos aquí confiamos en que la primavera nos traiga el fin de esto y nos permita volver a casa, donde realmente pertenecemos. Hasta entonces, quiero que sepas que pienso en ti todos los días y que mi mayor deseo es volver a tu lado.”

Margot pensó en la última carta que recibió de Tommy. En ella, él había prometido que en Navidad todo habría acabado y estarían en casa. Promesas que, con el paso del tiempo, se convirtieron en un ciclo cruel: en verano decían que para invierno, ahora que el otoño había pasado, confiaban en la primavera. Pero Margot ya sabía que en primavera, si acaso llegaban nuevas promesas, dirían que sería para el verano.

La siguiente carta que recibió de Tommy no llevaba sus palabras. Venía del Cuartel General y, con una frialdad que todavía la hacía estremecer, le informaba de su muerte en combate. Las frases reconfortantes que seguían eran un sinsentido: “un héroe para su patria”, “sacrificio necesario”, bla, bla, bla. Nada de eso llenaba el vacío que había dejado.

Desde entonces, las cartas de Frank eran el único nexo con una esperanza lejana. Desde que ellos se fueron al frente, Lisette y Margot habían adoptado el hábito de intercambiar las cartas para leerlas en voz alta. Incluso cuando Lisette cayó enferma, nada cambió, salvo el salón por la habitación y el traslado de la pequeña mesa, donde aún degustaban juntas el café.

“Cuida mucho de ti, mi amor, y recuerda que en cada cosa que hago estás tú. Este tiempo lejos solo hará que valoremos aún más lo que compartimos.

Con todo mi cariño,

Siempre tuyo,

Frank

Lisette cerró los ojos plácidamente y se sumió en una somnolencia. Margot dobló la carta con cuidado, alisando los bordes desgastados, y la dejó junto a las tazas vacías en la mesita. Allí esperaría hasta mañana, cuando probablemente sería leída otra vez. O tal vez el día traería nuevas noticias, esperadas con ansias o temidas en silencio. Mientras apagaba la lámpara de la mesita, no pudo evitar preguntarse si algún día recibirían el final prometido en tantas cartas.

#relatos

Voy con paso tranquilo hacia mi cita, una cita en la que estoy casi seguro de que me van a asesinar.

Me imagino al lector incrédulo preguntarse: ¿Cómo sabe que lo van a matar? Y todavía preguntarse más sorprendido: ¿por qué acude a esa cita?

La verdad es que si hubiera empezado por el principio, el lector no habría pasado del primer párrafo, pero con esta entrada seguro que aguantará hasta el final del relato, e incluso me perdonará la falta de suspense del mismo, porque ya sabe cómo va a acabar.

Decir que mi anfitrión y yo pertenecemos a dos familias, cuyos apellidos no importan, pero que eran conocidas como los Montesco y Capuleto de Vetusta.

Sí, sí. La misma Vetusta, la provinciana ciudad donde Ana Ozores tuvo encuentros y desencuentros con Álvaro Mesía hace ya muchos años, tantos, que yo no había nacido.

Bueno, a lo que íbamos: nuestra rivalidad podía dejar a veces empequeñecida la de esas familias de Verona, pero a diferencia de ellos, no tuvimos una Julieta y un Romeo que dieran aires de gran tragedia a nuestro antagonismo, quedando simplemente en odio puro.

Era tal nuestra confrontación, que en la cainita contienda que sufrió este país, bastó que una de nuestras familias se alineara con un bando para que la otra se apuntara al otro, sin plantearse si políticamente era afín.

Por si todavía alguien lo piensa, aunque creo que está meridianamente claro, nuestro odio no viene de esa guerra, viene de mucho antes.

Realmente no sé desde cuándo; quizá don Leopoldo, en su novela, puede que lo mencione, pero como no he leído La Regenta, no puedo afirmarlo ni negarlo.

Y aquí quedamos los dos, los últimos vástagos de cada familia. Bueno, esto lo he dicho por dar dramatismo; realmente quedamos muchos, pero en Vetusta solo quedamos dos.

Los demás marcharon buscando nuevas oportunidades, y cada kilómetro que les separaba de nuestra ciudad disolvía el odio ancestral, hasta el punto que, llegados a sus nuevos hogares, de ese rencor solo quedaba un tenue recuerdo.

Y aquí quedamos los dos últimos viejos, cansados y enfermos. Porque, como una burla del destino, ambos enfermamos de una rusca —como diría Bruno, bueno, Salvatore Roncone.

Cuando mi hijo me propuso ir a la capital a tratarme la rusca, me negué: no quería acabar como Salvatore Roncone, mirando una estatua etrusca y sonriendo.

Maldita rusca. A mí se me agarró al hígado, y a mi anfitrión —y, en breve, mi asesino—, se le agarró a los pulmones.

Cuántas veces, cada vez que le veía encender un cigarro con los restos del otro, yo ya me lo imaginaba con los pulmones devorados.

Claro que seguro que él debería pensar lo mismo de mi hígado, cuando veía cómo la botella se vaciaba en mis manos a lo largo de la tarde.

Y solo quedamos los dos: viejos, renqueantes, enfermos y con los días contados. Solo con la esperanza de ver pasar el féretro del otro.

Pero parece que hemos decidido que es mejor tomar alguna iniciativa, cansados de ver cómo la enfermedad nos devora.

Y la ha tomado él. Pero no voy a presentar batalla, no al menos como él espera.

Haré como esos luchadores que, viendo que pueden perder, abandonan la palestra y privan a su rival de una victoria con gloria.

Él será el superviviente, simplemente porque yo quiero, no porque me haya ganado.

Y se quedará sufriendo los dolores que le haga padecer su rusca, y dándole vueltas a la cabeza hasta darse cuenta de que no ganó: simplemente, yo abandoné.

Llego a su casa. La puerta está abierta. La abro y lo último que veo en esta vida es el negro cañón de una escopeta apuntando a mi pecho.

#relatos

Pringoso aún, con el poco azúcar que quedaba pegado, el palito que había sostenido la gran nube de algodón que él había comprado seguía en su bolso. Qué locura de tarde en la feria: entre vueltas, acelerones y vaivenes intentaban recomponer esa crisis de pareja que, aunque se venía fraguando desde hacía tiempo, estalló la semana pasada. Y así, entre mordisco y giro, se acercaban; al siguiente mordisco, volvían a alejarse. Mientras los acercamientos, los giros y los nuevos distanciamientos se repetían, el algodón se iba acabando. Al revés que en Tolstói, sus reconciliaciones no eran iguales y sus distancias siempre lo eran de la misma manera. El algodón se consumía como la tarde, como el tiempo que se habían dado. Miró el palo: estuvo a punto de tirarlo, pero lo guardó. No sabía si era el final de algo que moría o el principio de algo nuevo.

#relatos

Consigna: Escribir un relato que empieza por: “Me encontré a Julia en el armario de Jaime”.

Preámbulo (cómo llegué al texto)
La primera idea que me vino a la cabeza fue un relato de enredo, quizá porque, en la época en que uno era más permeable a la música, no dejaba de sonar machaconamente aquel estribillo de Raffaella Carrà: “...una mujer en el armario, ¡qué dolor!, ¡qué dolor!”. Pero las canciones de Carrà nunca me gustaron. Y, he de admitirlo, le tenía cierta manía —sin saber por qué—, una de esas antipatías inexplicables que uno arrastra sin llegarse a cuestionar.
La siguiente asociación fue más fantasmal: pensé en el armario de Las crónicas de Narnia. Y, desde allí, como arrastrado por una corriente subterránea, llegué a Lovecraft y sus umbrales enigmáticos, llenos de presencias oscuras y terrores ancestrales.
De ese flujo de imágenes surgió este relato.


Relato

Me encontré con Julia en el armario de Jaime. Su tez, que yo recordaba bronceada, estaba pálida, sus ojos vivaces estaban fijos, mirando un punto mas allá de la puerta del armario, ahora abierta y más allá de la habitación donde me encontraba, ¿Por qué abrí la puerta del armario?. Era el armario de Jaime, era la habitación de Jaime, era la casa de Jaime. Esa casa donde hace apenas unas horas habíamos cenado los dos, esa habitación donde hacía menos de media hora yo estaba intentando dormir. Sí, recuerdo todo eso, pero ¿por qué abrí el armario?. Recuerdo la suave música, pero recuerdo mejor lo que pasó antes, desde que me presenté en casa de Jaime con una pizza en una mano y un pack de latas de cerveza en la otra. Sé que fue un atrevimiento, quizá debería haber respetado su luto, pero soy así, comportándome como una cría impaciente cuando quiere conseguir algo. Quería a Jaime, lo quería ya y ahora. No había hecho más que sentarme en la mesa de la pequeña cocina cuando me di cuenta de mi error, pero yo, egoístamente seguía ahí. Ademas de impaciente acostumbro a ser tremendamente egoísta. Ni respeté que aún hubiera fotos de Jaime y Julia en las paredes, junto a figuras de su gusto. Hablé, dije lo que no debía, lo que Jaime estoicamente escuchaba, lo que no deseaba oír, y bebí. Cuanto más veía el rostro de Jaime pasar de indiferencia a dolor contenido, más bebía. Sólo recuerdo cuando me dijo: “ya has bebido suficiente, no estás en condiciones de ir a tu casa” y me llevó a su habitación. Me dejó en cama con suavidad y ya desde la puerta antes de apagar la luz me dijo “Mañana veras todo distinto, si necesitas algo estoy durmiendo en el salón”. Imbécil de mí, incluso llegue a pensar cuando me llevaba a la habitación, que sería nuestra noche. En la oscuridad, mientras la habitación me daba vueltas, no sabía si reírme u odiarme a mi misma por esa ocurrencia. La habitación dejó de dar vueltas y a cambio una melodía, extraña melodía, empezó a llenar el espacio a mi alrededor, al cabo de un rato pude empezar a notar que esa música procedía del armario. Me levanté y según me acercaba al armario podía distinguirla mejor. Acerqué la mano al tirador de la puerta, la retiré. Era su armario, con sus cosas. Pero también fue el armario de Julia, y puede que dentro también hubiera cosas suyas. “¡Basta!, ya has hecho bastante el ridículo esta noche como para acabarla haciendo otra tontería” La hice, hice otra tontería y abrí la puerta del armario. No, no había ropas ni efectos personales de Jaime, ni de Julia, pero allí estaba Julia. Ni ropa, ni cualquier otro objeto, por haber no había ni fondo, solo un vacío negro. Pero un negro cambiante. Cambiaba de color negro a color negro, pero negros distintos. Cambiaba siguiendo la pauta de la música. Me di cuenta de que la música solo tenía una nota, ejecutada de diferentes formas . Sonido y oscuridad se sincronizaban en una melodía envolvente, y una brisa tenue la seguía en intensidad siguiendo la misma melodía mientras en el centro de mi campo visual Julia empezó a alejarse en el vacío negro que cambia de tono. ¿Se alejaba o simplemente se hacía mas pequeña?. Me invitaba a entrar en el armario a seguirla y mientras entraba en el armario y me sumergía en esa oscuridad supe que al morir Julia ese amor se había detenido en el tiempo e impulsado a la eternidad.

#relatos